2023: otro año convulso para el Medio Oriente
Luego de meses de incremento de la violencia israelí en los territorios palestinos ocupados y de que las Naciones Unidas declararan, a inicios de este año, que el pasado 2022 fue el período más mortífero para Palestina desde la Guerra de los Seis Días en 1967, (desgraciadamente nadie sabría lo que vendría después), representantes de ambos gobiernos llegaron una vez más a una mesa de diálogo en Jordania, en busca de la “supuesta solución pacífica” de esta guerra.
La ciudad jordana de Aqaba acogió el pasado 26 de febrero una reunión entre funcionarios de las dos partes enraizadas en este conflicto de 75 años, quienes se comprometieron a trabajar para reactivar los esfuerzos con el fin de alcanzar un acuerdo de «paz justa y duradera».
No obstante, como en múltiples ocasiones anteriores, poco o nada pudo conseguirse a ciencia cierta, pues la ignorancia por parte del gobierno de Tel Aviv de las peticiones más importantes del pueblo palestino y la división de intereses también al interior de ambos gobiernos, jugó en contra de una verdadera conclusión del problema.
Tal es así que poco más de un mes después, en abril, durante el sagrado Ramadán árabe, decenas de fieles fueron brutalmente asesinados en la Mezquita de Al-Aqsa, en lo que constituyó una de las últimas gotas que colmó el vaso de un conflicto de siete décadas que desde el 7 de octubre último enfrenta uno de sus peores momentos: el exterminio del pueblo palestino en la Franja de Gaza, que ha costado más de 20 mil muertes y miles de desplazados, superando con creces las siniestras cifras de la Nakba de 1948.
Alrededor de la situación palestina se mueven entonces las múltiples realidades al interior de los demás países que conforman la Liga Árabe, quienes en mayor o menor medida condicionan sus posturas políticas exteriores, pues es en mayor o menor medida que el propio conflicto marca su desarrollo nacional.
En ese sentido, desde el pasado mes de agosto varios medios de prensa internacionales comenzaron a especular sobre el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre Israel y el Reino de Arabia Saudita, confirmación que llegó a finales de septiembre, con el discurso del primer ministro israelí Benjamin Netanyahu, en la sesión 78 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, en Nueva York.
Si bien ya Tel Aviv había firmado en 2020 los conocidos como “Acuerdos de Abraham” con cuatro naciones islámicas: Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Sudán y Marruecos, lo cierto es que este nuevo pacto con los sauditas supera con creces en relevancia y significación a ese anterior. ¿Por qué?
Arabia Saudita es considerada la cuna del Islam, con sus dos sitios más sagrados, La Meca y Medina, lo cual convierte a esa nación en una voz líder dentro de la región, debido a la gran devoción religiosa de los árabes y su influencia en todos, absolutamente todos los demás aspectos de su cotidianeidad, incluso en sus perspectivas de la vida y la muerte.
En aquel momento, fueron inmediatas las reacciones de otros gobiernos árabes, entre ellos el iraní, que acusaron al reino saudí de traicionar la causa palestina, y, efectivamente, a más de 60 días de iniciadas las hostilidades bélicas más sangrientas de los últimos años, esta supuesta capitulación entre Tel Aviv y Riad no ha sido más que otra grieta que acentúa el divisionismo de las posturas regionales, basadas en intereses económicos, mayormente extranjeros, en el cual el pueblo palestino sigue en el centro, como la manzana de la discordia de una guerra que en más de una ocasión ha fragmentado al mundo árabe y esta no es una excepción.
Por otro lado, naciones que comparten fronteras con Palestina, como es el caso de Siria y el Líbano, muestran su irrevocable apoyo a sus vecinos árabes, toda vez que la violencia también ha alcanzado su suelo y la usurpación israelí del Golán sirio, así como sus continuos ataques a asentamientos de refugiados en ese país y en aldeas del sur de Líbano han extendido el conflicto más allá del propio territorio en disputa.
A ello se suman los dramas internos de cada uno de estos gobiernos, tal es el caso de Damasco, que ha continuado durante estas últimas semanas enfrentando una guerra que ha devastado su territorio desde el 2011 y que tiene como fin cimero destruir su estabilidad interna, encabezada por el legítimo gobierno de Bashar Al-Assad, y mantener la injerencia extranjera occidental en la nación árabe.
Al respecto, las autoridades levantinas sufren ataques continuos, tanto de las guerrillas opositoras internas que promueven el terrorismo bajo el amparo de amigos foráneos muy poderosos, como escaladas militares directas de enemigos declarados como Israel, cuyo ejército, con la anuencia de Washington y la OTAN, masacran también a la población de ese país.
Mientras tanto, del otro lado del Mediterráneo, en una de las elecciones presidenciales más reñidas en la historia de Turquía (se decidió en una segunda vuelta), el islamista y nacionalista Recep Tayyip Erdogan se mantendrá al frente del gobierno durante otros cinco años, al vencer a su más cercano contendiente, el socialdemócrata Kemal Kilicdaroglu, 52.1% frente a 47.9%.
Si bien Erdogan, quien acumula 20 años en el poder turco, permanecerá en la sede gubernamental de Ankara, lo cierto es que estos comicios han sido el claro reflejo de la división de la sociedad en dos mitades prácticamente idénticas: por un lado, los conservadores musulmanes, herederos del antiguo y poderoso Imperio Otomano, apegados a las tradiciones orientales y por el otro, el por ciento más occidentalizado de esa sociedad, marcada por su posición geográfica, que constituye el puente físico, cultural, político y religioso entre Oriente y Occidente.
Dentro de este contexto de tiranteces, en el cual para el mundo occidental ahora más que nunca musulmán=terrorista, la toma de posesión de Erdogan el 3 de junio trajo consigo muchos retos, entre ellos convertir a Turquía, heredera de los famosos otomanos, en una gran potencia islámica internacional, para mantener a su favor a esa fracción poblacional que lo llevó de nuevo a la silla presidencial.
Sin embargo, en opinión de grandes medios y analistas internacionales, la batalla más fuerte de este gobierno será caminar en esa fina línea de equilibrio entre ser miembro clave de la OTAN, lo que significa mantener contentos a EE.UU y la UE, y a la vez, defender posturas pro rusas, que incluirían la consolidación de relaciones de vital importancia con economías emergentes como China y la India y con naciones totalmente socialistas como Cuba y Venezuela.
Y en el Golfo Pérsico, el gobierno de Ibrahim Raisi en Irán, fiel defensor además del derecho palestino a su soberanía, continuó sorteando una serie de estrategias extranjeras, que van desde la promoción de protestas hasta la introducción de espías en el aparato gubernamental de Teherán, dirigidas a socavar la estabilidad interna de una nación que se ha consolidado en los últimos años como una pieza clave dentro de esta región y en el mundo.
Por eso, el programa nuclear iraní que se inició en la década de los años 50, resulta hoy uno de los blancos de los enfrentamientos entre EE: UU y Rusia, basados en la “preocupación” norteamericana acerca de la seguridad internacional, lo que no es más que otra demostración del hostigamiento de la Casa Blanca hacia quienes sean aliados del Kremlin.
En este panorama, el Medio Oriente acogió por segundo año consecutivo la celebración de la Conferencia de las Partes de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático en su edición 28.
Esta vez, la COP28 abrió sus puertas del 30 de noviembre al 12 de diciembre en Dubái, Emiratos Árabes Unidos, como continuidad del encuentro celebrado el pasado año en la ciudad de Sharm el-Sheikh, en Egipto.
Más allá del cuestionado otorgamiento de la sede a otra nación islámica, marcada como es habitual por el estigma occidental al mundo árabe y los continuos cuestionamientos a sus sistemas de creencias, su gobierno, su soberanía y el respeto a los derechos humanos en sus territorios, Dubái constituyó un puente donde confluyeron todas esas características del Medio Oriente, junto al loable esfuerzo de ese país, uno de los principales productores de petróleo del mundo, de dar un giro hacia la utilización de las energías renovables.
El Emirato se convirtió en un escenario donde la inmensa mayoría de los líderes mundiales o representantes de organismos multilaterales de relevancia, alzaron su voz por la protección del planeta y también por el cese de la masacre palestina, cuyo pueblo a poco más de 2 mil km de la sede del evento, continúa a la espera de un real apoyo de la comunidad internacional que sobrepase discursos y palabras.
Y a esta encrucijada no podía faltarle este 2023 uno de sus ingredientes principales: la postura europea y su política exterior para con los gobiernos de dicha zona geográfica.
Sin embargo, la UE no tiene un enfoque único y general para la conducción de sus relaciones con Oriente Medio; en cambio, posee un conjunto de políticas entrelazadas hacia subregiones específicas, países y áreas “problemáticas”.
Entre estas políticas destacan las relaciones euro-mediterráneas, su postura en el conflicto palestino-israelí, la cuestión nuclear iraní, las relaciones con Turquía, la guerra en Siria, entre otras, las cuales, lógicamente, varían lo que el Viejo Continente considera como consolidación de la democracia y el Estado de Derecho o el respeto de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales.
Así, el 2023 concluirá sin un acuerdo de paz legítimo para el pueblo palestino, acuerdo cada vez más complejo y lejano en opinión de muchos expertos, las luchas internas de países claves geográfica y estratégicamente como es el caso de Siria o Irak, la construcción de un desarrollo científico y tecnológico al margen de occidente en territorio iraní y la tan soñada unida del mundo árabe convulsionada por intereses extranjeros que aprovechan el divisionismo de sectores, líderes y movimientos para mantener su dominio de despojo en el puente natural entre Europa, Asia y África.
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