viernes, 26 abril 2024

La vida en un central

Son todos, con sus particularidades propias de cada ser humano, más que compañeros de trabajo, una gran familia, en la que los más viejos alzan por momentos la voz para hacerse entender, como esos abuelos que pierden unos segundos la calma y donde las mujeres se convierten también en amigas, hermanas e incluso madres.

Entrar por primera vez a un central azucarero es simplemente impresionante. Tras casi 10 años de trabajo y a pesar de vivir en una provincia de tradición en materia de zafra, los azares del periodismo nunca me habían permitido conocer la vida interna de un coloso.

Cuando adaptas tus oídos a un ruido que por momentos es ensordecedor, cuando tu vista asimila poco a poco los cambios de iluminación y se vuelve un poco más común para un novato el calor que desprenden las máquinas, tu nariz se vuelve protagonista, porque el olor es literalmente el que marca el ritmo de este ecosistema viviente. Y entonces comprendes, poco a poco, que el central tiene vida propia, es como un planeta donde conviven la experiencia de manos curtidas, con la juventud que empieza a entender que ser un azucarero es, ante todo, el compromiso con un trabajo que se vuelve identidad y casi obsesión de los que sienten y padecen cada rotura, cada atraso, cada problema como un dolor propio y familiar.

Luego de superar el impacto inicial, el miedo de subir y bajar escaleras estrechas, de caminar sobre plataformas de hierro que vibran al compás del rugir de engranajes y cadenas, surge en ti esa visión machista que nos viene de herencia intrínseca en sangre, cuando te asombras al comprobar que entre los que trabajan desde las 2 de la madrugada también hay mujeres ¡Y qué mujeres!

Mujeres valientes que te saludan con la sonrisa franca de quienes no necesitan palabras para explicar nada, porque al verlas de operarias de sistemas eléctricos, de calderas, simplemente comprendes que aquí son reinas, que dominan a la perfección cada tornillo de esos paneles, y la agilidad de sus manos de uñas bonitas sobre las teclas que encienden y apagan luces de colores te demuestran la pericia de años detrás de un rostro joven y femenino.Tienen que ser cubanas, te dices.

Allí también conoces a muchachitos delgados y altos, en cuyos rostros aún no asoma ni la sombra de un bigote, que no sobrepasan quizás ni los 18 o 19 años, pero que te hablan con la seriedad de quienes ya han pasado aquí uno que otro susto, o han vivido también la alegría de ver la chimenea con el humo constante y el tren cargado de caña pitando en la vía.

Son todos, con sus particularidades propias de cada ser humano, más que compañeros de trabajo, una gran familia, en la que los más viejos alzan por momentos la voz para hacerse entender, como esos abuelos que pierden unos segundos la calma y donde las mujeres se convierten también en amigas, hermanas e incluso madres.

Más allá de diferencias, constituyen una tropa que ha comenzado un 2024 que ya se augura difícil para todos, intentando ponerle el pecho a las balas (que no son pocas), dejando en casa problemas personales y limitaciones, como cada cubano, con el objetivo de cumplir con una zafra que sortea incluso las contingencias del clima para que el azúcar brille de nuevo en Villa Clara.


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