Educar con el corazón
Decir en Cuba maestro es recordar a aquellos que guiaron con cariño nuestros pasos iniciales fuera del hogar, es traer al presente imágenes felices de nuestras primeras letras, los primeros números, la primera pañoleta, los primeros compañeros de aulas y juegos, pero, sobre todo, es decir amor.
¿Quién no retoma de vez en cuando las anécdotas infantiles con el maestro más querido, aquel que nos enseñó nuestra asignatura preferida, que sabía cuánto disfrutábamos una clase, ese que vio nuestro porvenir?
Y es que los buenos maestros, como los cubanos, ya sea en las grandes escuelas de las ciudades o en esas pequeñitas que asoman con el mismo rigor desde el lomerío del Escambray, de la Sierra, son esos seres de luz cargados de «super poderes», para entender que cada niño es un universo, que cada uno lleva dentro múltiples virtudes que trazarán su futuro.
¡Y son tan únicos nuestros maestros! Tanto así, que Cuba ha llevado educación a lugares tan apartados en el mundo, que a veces hasta sus nombres se hacen impronunciables, pero hasta allí han llegado nuestros maestros, movidos por la máxima martiana de que «educar es una obra de infinito amor.
Esos mismos maestros construyen cada día desde sus trincheras, tiza en mano, un mejor futuro para nuestros pequeños, desde el sacrificio inmenso de carencias que intentan asfixiarnos, y, por momentos, casi lo consiguen.
Pero vale más la sonrisa de un par de manitos agradecidas por aprender y eso, simplemente, cura todo o da la fuerza necesaria para seguir germinando futuro desde cada una de nuestras aulas.



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