Cuando vivir es darse a los demás
Cada persona pudiera escribir un libro del amor, de su manera de expresarlo, de sentirlo, de dejarse arrastrar por él o resistirse a su influencia. Habría en tales páginas mucho para conmoverse, sonreír, reflexionar y, al mismo tiempo, cosas penosas y oscuras.
Sin embargo, no es lo retorcido lo que hace del amor esa fuerza que mueve al mundo, sino lo que compulsa, lo que es transparente y limpio, capaz de obrar milagros donde hay causas que parecen perdidas.
Condenado a la amargura vive quien se resiste a amar. Tristemente, ha sido el de la debilidad un mito concebido para disuadirnos de abrir el corazón, como si flaquear algunas veces no fuera parte también de este complejo camino que es vivir.
Amar es, más que un término, un acto de valentía increíble, una expresión suprema de humanidad, un ejercicio de total introspección.
Amar es el lazo que nos mantiene unidos a la sensibilidad, es la caja fuerte en la que preservamos la ternura, es el timón para sobrevivir a temporales constantes que acechan en el andar.
Un alma sin amor es como el suelo sin lluvia, quebrado, infértil.
El amor es, en su esencia, inmaculado, pero no perfecto, como tampoco lo es nada de lo que amamos.
Quien ama cree, sueña, construye, empuja, tiene la fuerza suficiente para levantarse si llega a caer, y la entereza necesaria para sobreponerse al cansancio. Quien ama aprende a hacer caminos, a tejer esperanzas, a controlar los miedos.
Amar no es el castigo de los poemas tristes o las novelas románticas, ni es la incertidumbre de los inseguros, ni el obstáculo infranqueable del pesimista.
Amar es el privilegio de los que estamos vivos y dispuestos a seguir viviendo para darnos, sin condición, a los demás.
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