Una historia de esclavos y hombres libres
Mi abuelo, Carlos Mesa, nacido en Cuba, me contaba que sus padres habían venido de África encadenados en un barco negrero, junto a otros prisioneros traídos desde la región conocida como la Costa de los esclavos, y que arribaron a la isla durante la época de la trata africana. También me decía que la esclavitud fue la forma que encontró Oduduwa para salvar a los yorubas de las guerras con otras tribus que los estaban exterminando.
Abuelo -que era un negro prieto, de mediana estatura y de constitución fuerte-, me contó que el nombre de su padre era Aremú, que es uno de los nombres de Oduduwa y que significa el tiempo pasado y el venidero, la vida y la muerte.
Mi bisabuelo había sido bautizado a su llegada al mercado de esclavos también con el nombre de Carlos Mesa, un apellido heredado del dueño de la colonia ‘’Natalia’’, en el ingenio “El Purio”, donde fue comprado para su empleo en las labores de la caña de azúcar.
Yo soy el menor de los hijos de Mario Cañizares y Juana María Mesa, esta última descendiente de abuelo con Paula Alfonso, retoño a su vez de un inmigrante gallego con una esclava africana. Entre todos sus nietos abuelo siempre sintió predilección por mí, pues según él, poseía el temperamento rebelde de Oduduwa, de quien se decía descendiente.
Recuerdo que él tenía un collar de cuentas verdes, blancas, rojas y negras, que se quitaba para dormir junto a abuela, porque decía que dentro de aquella prenda vivían los espíritus de sus santos que merecían todo el respeto. A su rancho a veces iban personas a consultarse; todo envuelto en un halo de misterio.
“La curiosidad mató al gato”, dice un viejo refrán y al parecer allí me “prendió el santo” porque yo siendo niño me ocultaba por fuera del cuarto para espiar entre las tablas y ver a abuelo consultando con el oráculo de los cocos, con los caracoles o adivinando con sus muertos, pues si bien existen libros donde hay mandamientos escritos que separan las diferentes vertientes religiosas y prohibiciones sobre el mundo espiritual, puedo decir que abuelo era un “clavo” y nunca hizo diferencias entre muertos, brujos y santos, pues para él la religión era una sola.
Otras cosas que nunca se borrarán de mi mente eran las comidas sagradas que se daban en casa de la “niña Jova”- oggunera que vivía detrás del ingenio-, y que culminaban siempre en la noche con un bembé al que acudía gente de todos los contornos y en los que los santeros se “montaban”. Abuelo nunca se “montó”, pero aún la gente vieja recuerda el Changó que bailaba.
Para los muchachos que íbamos a las fiestas lo más importante eran los dulces -finísimos y para escoger cuando ya los santos habían comido lo suyo- y el jolgorio de por la noche, pues los cubanos cuando escuchamos un tambor, no podemos detenernos, más si eso está acompañado de unas ceremonias que siempre se han considerado fascinantes.
Desgraciadamente yo era muy pequeño para tener otra inclinación por ese culto más allá del estético “me gusta”, máxime que mis padres practicaban un escepticismo concienzudo respecto a cualquier credo.
Abuelo también me contó que su progenitor Aremú, quien compró su libertad cuando ya la madre de abuelo había muerto, se murió a su vez con el deseo de regresar a su tierra.
Abuelo se fue de este mundo una tarde soleada de 1990 y tuvieron que pasar más de veinte años y algunos acontecimientos importantes en mi vida para que yo volviera a recordar aquellas deliciosas conversaciones nuestras, la belleza y el colorido de las fiestas religiosas y la imagen de abuelo ayudando a la gente a resolver sus problemas a través de la religión, sin cobrarle un centavo a nadie.
Fue así como yo, descendiente de las antiguas culturas africanas, al entrar en contacto con la Cultura Popular Tradicional que se nutre de ella y de la hispana, sintiese por dentro un llamado que hizo despertar sentimientos dormidos.
He tenido muy en cuenta las cosas que recordaba y que me contara abuelo, como parte de esas historias encantadas que a lo largo de los siglos han ido pasando oralmente de una generación familiar a otra y que la literatura solo recoge en algunos casos de forma dispersa.
Si bien mi bisabuelo Aremú amó profundamente y siempre quiso volver a las llanuras y bosques nigerianos, yo confieso que esta búsqueda me ha llevado a sentirme cautivado por el África ecuatorial, que es todo un paraíso por sus miles de etnias y lenguas, con sus cuentos, leyendas y fábulas, y sus religiones animistas cargadas de espíritus ancestrales, dueños de las tierras vírgenes cruzadas por corrientes de agua y por la fauna salvaje.
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