jueves, 28 marzo 2024

Por un mundo al derecho

El 10 de diciembre de 1948, concluida la II Guerra Mundial, se firmó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Por ello, la ONU escogió ese día para señalarlo en el calendario de celebraciones.

El 10 de diciembre de 1948, concluida la II Guerra Mundial, se firmó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Por ello, la ONU escogió ese día para señalarlo en el calendario de celebraciones.

Si hacemos una investigación medianamente responsable de la realidad posterior al parto de la fecha, sale a relucir, de manera inmediata, que el país potencia, Estados Unidos, se apropió de esas dos palabras –derechos y humanos– y las convirtió en instrumentos políticos, lo mis-mo para imponer sanciones que para lanzar agresiones militares, y así ha sido hasta hoy.

Sin embargo, no es nada difícil desnudar tal concepción, pues el estandarte tejido en estos 72 años no ha sido otra cosa que una fachada llena de lentejuelas baratas, colgadas con alfileres que se quiebran con el más mínimo empuje de la verdad.

Confieso que no conozco si aquella Declaración Universal de 1948 puede justificar lo que ocu-rre hoy mismo en el poderoso imperio del Norte. ¿En qué párrafo podría encontrarse que cuando Donald Trump creó jaulas y centros de detención para menores inmigrantes en la frontera con México, estaba defendiendo un derecho humano? ¿Dónde poner las cifras de afronorteamericanos asesinados por la policía de ese país sin que sus actores sean castigados? ¿Cómo entender que en EE. UU. mueren alrededor de 11 000 personas anualmente por armas de fuego?

Según cifras del Buró Federal de Investigaciones (FBI, por su sigla en inglés), en 2016 se usa-ron armas en un 73,3 % de los asesinatos, en un 47 % de los robos y en un 31,8 % de las agre-siones graves. En ese país son muy comunes los tiroteos en lugares públicos como universidades, cines, plazas, hospitales…, debido, entre otras cosas, a la facilidad del acceso a los armamentos.

¿Quién garantiza entonces los derechos humanos, o mejor dicho, la vida de los niños que mueren en una escuela por el uso autorizado de un arma de fuego en manos de cualquier persona, incluso de menores? ¿Quién debe ejercer el control –y no lo hace– de la adquisición de un arma y el uso de ella? ¿Qué interpretación dar al concepto derechos humanos, cuando la víspera, precisamente de este 10 de diciembre, Estados Unidos tenía casi 15 millones de contagios por la COVID-19, y registra más de 280 000 fallecidos, según la OMS?

Y hay que relacionar el tema con los derechos humanos, por cuanto una gran responsabilidad –o mejor dicho, irresponsabilidad– por la falta de control de la pandemia y por haber ignora-do su gravedad, la tiene el Presidente de ese país.

La violación de los derechos humanos por parte de Estados Unidos no solo ha tenido como escenario su territorio. Ha ido más allá de sus fronteras.

Cuando en 2001 invadieron Afganistán, lo hacían sabiendo que ese país asiático ocupaba uno de los primeros lugares entre los más pobres del planeta. Años después, aún hay contingen-tes militares del Pentágono en esa nación, mientras la cifra de civiles muertos por ataques aéreos liderados por EE. UU. aumenta casi un 330 % entre 2016 y 2019, según un estudio ela-borado por el Proyecto de Costos de Guerra de la Universidad de Brown, publicado el pasado lunes.

Además, la agresión ha dejado un saldo de casi 5 000 soldados muertos, de los cuales 3 356 son estadounidenses, así como decenas de miles de civiles asesinados y más de 50 536 heri-dos desde que la ONU empezara a recopilar datos estadísticos sobre el asunto.

Cuando Estados Unidos invadió Irak bajo la sombrilla de una burda mentira sobre armas de destrucción masiva que nunca existieron, lo hizo, según el entonces inquilino de la Casa Blan-ca, George W. Bush, para hacer respetar los derechos humanos en esa nación.

En estos 17 años han sido más de 600 000 los muertos, la mayoría de ellos civiles, víctimas de las bombas, cohetes, y el uso del uranio empobrecido, de acuerdo con la revista británica The Lancet.

Ha sucedido otro tanto en Libia y en Siria, donde todavía hoy, además de matar civiles y luego decir que son «daños colaterales», se roban públicamente el petróleo y entorpecen la lucha antiterrorista que emprenden las fuerzas locales.

Otra guerra que encabeza Estados Unidos, tan cruel como la militar, es el uso de las sanciones económicas, financieras y comerciales contra países cuyos gobiernos no se alinean a la política imperial y optan por defender su independencia y soberanía.

Así pasa con Cuba, por más de 60 años bloqueada, la Venezuela bolivariana y la Nicaragua sandinista. También usan sanciones contra la República Islámica de Irán, Corea del Norte, Siria y la empobrecida Yemén, entre otros países.

Han agregado a esta vergonzosa lista, las sanciones contra Rusia y China, en lo que constituye un desafío al equilibrio y a la paz mundial.

Ese es Estados Unidos, el país cuyo gobierno alega ser el modelo de garantía de los derechos humanos. ¿Cómo puede permitirse que se presente como el abanderado de su defensa? Sobran los ejemplos de semejante absurdo e hipocresía.


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