jueves, 28 marzo 2024

Justicia familiar y Código de las Familias, entre la continuidad y las nuevas competencias

El Código de las Familias conserva, en lo fundamental, la competencia de los tribunales de justicia familiar en los asuntos que hasta ahora le han correspondido, pero es importante resaltar que, en todo caso, se le imprime una visión y alcances completamente novedosos.

La sociología jurídica nos enseña que el derecho vigente no es el producto de la fantasía ni el capricho del legislador; es la cristalización de ideales colectivos dispersos y consensos que nacen y se desarrollan en un ambiente cambiante que provoca su evolución dialéctica. La prueba viva de esta afirmación la hemos vivido en Cuba durante el último año a través de los procesos de consultas especializada y popular y el posterior referendo que ha puesto en nuestras manos la ratificación y vigencia de un nuevo Código de las Familias del que se apropió buena parte de este pueblo que forman las cubanas y los cubanos de bien.

Es fácil comprender que la familia excede el dominio del Derecho que se dedica a su protección, atravesado por un profundo contenido ético que en muchos casos escapa de la norma jurídica; no es el Derecho el que crea a las familias, no las construye, sino que su papel se reduce a regular su desenvolvimiento, a organizar su existencia y dotar de mecanismos de protección a una realidad preexistente a su aparición.

No obstante, y como ciencia al fin, desempeña un importante rol de transformación en la conciencia social, en la manera que entendemos y apreciamos las relaciones que se dan en el entorno familiar.

Uno de los momentos culminantes en todo este entramado de protección, es el que sucede en los tribunales de justicia, si bien la judicialización de los asuntos familiares debe ser la etapa final por la que transcurra el proceso que generan los conflictos a su interior, sobre todo en aquellos espacios donde se pierde la capacidad de autorregulación, de autocomposición o de autonomía a nivel familiar; a su conocimiento llegan los dramas humanos, las diferencias que las partes no han sabido o no han podido superar solicitando del sistema judicial que se adopten las decisiones por el bienestar mayor de este importante grupo social.

Los conflictos familiares por la complejidad de las causas que los desencadenan y las pasiones que arrastra consigo, encierran situaciones humanas antes que jurídicas y las soluciones escapan casi siempre de lo estrictamente jurídico o lo que entendemos por soluciones jurídicas tradicionales. La justicia familiar aplicada a cada caso concreto se dice, se dicta por personas, por seres humanos, nuestros jueces y juezas, que deben despojarse de sus propios prejuicios y estereotipos para ir más allá de la simple aplicación de una norma jurídica formal o de ser simples espectadores de las contiendas puestas a su escrutinio.

Los jueces no puede ser “la boca muda que pronuncia las palabras de la ley”, los nuestros han jurado respetar y aplicar la Constitución y las leyes desde su integralidad, aunando sus sustentos axiológicos con los principios que a cada una les adorna, sin desconocer sus antecedentes, las realidades que están llamadas a proteger y lograr conectar con las personas que participan en cada una de las historias de las que son depositarios, de manera tal que desde su pluma, su conciencia, su humanismo, su inteligencia, su empatía y su corazón, las mantenga como normas vivas, saludables y cada vez más robustas.

Desde hace más de 15 años los tribunales cubanos que conocen de los conflictos familiares se afanan en ofrecer una Justicia –en mayúscula– con rostro humano, cercana a la gente, propensa a la autocomposición de los involucrados bajo la dirección y supervisión de jueces más activos que nunca, aquellos de los que ya nos hablaba el Dr. Fernando Álvarez Tabío en una conferencia leída en el Tribunal Supremo de Justicia, bajo los auspicios de la Asociación Nacional de Funcionarios del Poder Judicial, el 21 de marzo de 1945.

Justicia familiar en manos de jueces y juezas que eviten la confrontación entre partes y, en la medida de lo posible, que propicien arreglos pacíficos: la conciliación y la descontención son las palabras claves.

Justicia familiar que imparten jueces y juezas visibles, presentes y partícipes, garantistas, directores del proceso, que velen por el respeto de los derechos de las partes y de las reglas del equilibrio con su imparcialidad, inmediación, concentración de los debates e intervención oportuna.

Justicia familiar que dispensan jueces y juezas que deberían estar dotados de una competencia ampliada para todo el conflicto en su integridad y no en sus partes, que se traduce en la protección completa de cada persona y evitar contradicciones entre una decisión y otra; con soluciones efectivas y la garantía de ejecución de lo acordado o decidido.

Justicia familiar de acompañamiento, de acercamiento de las partes, que sea pronta, expedita y especializada.

Jueces y juezas que dominen técnicas y estrategias para desarrollar y mejorar sus habilidades interpersonales, psicológicas y de trabajo social pero sobre todo dotados de una honda vocación, serenidad, mesura, actitud conciliadora, gran poder de disuasión y conocimiento de la condición humana, de profunda sensibilidad, de formación humanista y vasta cultura, con un hondo conocimiento de su entorno político y social, pues como bien nos recuerda magistralmente Pietro Calamandrei en su Elogio a los jueces escrito por un Abogado:

“No basta que los magistrados conozcan a la perfección las leyes escritas; sería necesario que conocieran perfectamente también la sociedad en que esas leyes tienen que vivir”.

Jueces y juezas con amplias potestades, con la garantía de independencia e imparcialidad, de formación interdisciplinaria en diversas ramas jurídicas y de las ciencias sociales en general comprometidos con el debate, pues le atañe arribar a resultados de especial dimensión humana y social. Entre sus manos se encuentra en juego el proyecto o trayectoria vital de quien necesita tutela, casi siempre en situación de desventaja o dependencia en el espacio familiar.

Como nos recuerda Couture, nunca defraudará las aspiraciones de la ley el magistrado que coloque por encima de las virtudes del tecnicismo jurídico, los dictados de su conciencia recta y justiciera.

Si se entiende en toda su magnitud el papel que toca desempeñar hoy a jueces y juezas de lo familiar a partir de las enormes posibilidades y alternativas que nos ofrece el textos sustantivo familiar de reciente vigencia que se dirige, en su esencia, a responder a la realidad que le circunda y a proteger a quien ha sido vulnerado en sus derechos, especialmente de quienes pudieran no estar en condiciones de hablar por sí y amparar a toda persona de las arbitrariedades, las violencias y las desigualdades en el espacio familiar, está garantizado buena parte del éxito del nuevo Código de las Familias cubano.

El Código de las Familias conserva, en lo fundamental, la competencia de los tribunales de justicia familiar en los asuntos que hasta ahora le han correspondido, pero es importante resaltar que, en todo caso, se le imprime una visión y alcances completamente novedosos.

Solo por mencionar algunos ejemplos, se mantienen todas las cuestiones vinculadas con la determinación de la obligación legal de alimentos, con las acciones de filiación y su reconocimiento por sentencia judicial o lo que es lo mismo, las vías legales para la determinación de la filiación, el reconocimiento de la posesión de estado, las autorizaciones para las adopciones, todas las cuestiones derivadas de la entonces patria potestad, ahora responsabilidad parental incluidas las discrepancias en su ejercicio, su privación y suspensión, la determinación de la guarda y los cuidados, la comunicación parental y familiar y los alimentos, los procesos relativos a la administración y disposición de los bienes de los hijos e hijas menores de edad o la utilidad y necesidad de madres y padres para disponer, permutar, vender o ejecutar otros actos de disposición respecto a los bienes y derechos de las hijas y los hijos de los cuales ejercen la responsabilidad parental, los divorcios judiciales y todos sus efectos, la liquidación de la comunidad matrimonial de bienes, las declaraciones de ineficacia del matrimonio, la constitución y control de las tutelas de personas menores de edad, por mencionar algunos de los más visibles.

Pero la proyección en su afrontamiento se modifica raigalmente.

En el caso de la obligación legal de alimentos su alcance trasciende lo que se precisa para satisfacer las necesidades de sustento, habitación, vestido, conservación de la salud, recreación y cuidado personal para incorporar también las necesidades desde lo afectivo a tono con uno de los puntales que sostiene al texto normativo familiar que es el afecto como eje sobre el que han de girar, con preferencia, todas las relaciones familiares (artículo 25); se amplían los posibles sujetos tanto obligados como necesitados de alimentos (artículo 27 f) así como el orden ante el concurso de alimentantes y de alimentistas anteponiendo a las personas que se encuentran ante alguna situación de discapacidad e incorporando a las madres, padres e hijos afines (artículos 28 y 29); se descarta el tiempo que transcurre como plazo de exigibilidad de la obligación en los supuestos en que el alimentista no reclama alimentos por ser víctima de violencia familiar imputable a la persona obligada (artículo 33.2); dispone que el cese de la obligación de alimentos cuando la persona necesitada de ellos incurre en comportamientos contrarios a la solidaridad familiar o en alguna manifestación de violencia contra el alimentante (artículo 39 e); brinda la posibilidad de valorar la exclusión del nacimiento o el cumplimiento de la obligación de dar alimentos cuando el alimentista se coloque, sin mediar causa que lo justifique, en el estado de necesidad (artículos 26.2 y 41); por no mencionar la previsión explícita a los alimentos en favor del concebido no nacido o que durante el embarazo se pueden interesar (artículos del 42 al 44).

Como se puede apreciar, en una figura tan “simple” pero tan cardinal para el derecho familiar como lo es la obligación de prestar alimentos, las miradas se transforman de manera tal que toda decisión a adoptar ha de estar impregnada de los ejes fundamentales sobre los que descansa el Código de las familias: el afecto, la solidaridad familiar, el repudio a la violencia y la protección preferencial a las personas que se encuentran en desventaja en cada situación concreta; lo cual ocurre en los restantes terrenos que abarca el texto normativo y el ordenamiento todo que lo desarrolla en los diferentes espacios.

En materia de comunicación familiar se traspasan las fronteras de su exclusividad en las relaciones entre madres y padres con sus hijos e hijas, para incluirla como derecho atribuible a todos los parientes y personas afectivamente cercanas que justifiquen un interés legítimo atendible y, de tal suerte, cualquiera sea el contexto en que se discuta su regulación, han de ser tomados en cuenta los nuevos sujetos beneficiados con la misma (artículos 45 al 47, 90.3, 138 e), 156 al 160, 186, 194, 280, 283, 360, 421, 441 entre otros).

A un repaso completamente oxigenado y moderno de la posesión de estado nos llama el Código de las familias, que en el texto de 1975 que le antecedió aparecía medianamente esbozada cuando se trataba del de cónyuges, y casi nula en lo que a la filiación y el estado de hijo o hija se refería. El Código vigente reverdece esta antigua figura del derecho en general y aprehendida por el familiar, subestimada durante largos períodos, pero rescatada por sus enormes potencialidades a partir, por ejemplo, del reconocimiento de los vínculos sociojurídicos que se derivan de la presencia de las familias ensambladas y de la socioafectividad (artículo 53) que permite establecer la presunción (que se convierte en convicción) de que quienes en los hechos se han comportado públicamente como si les correspondiera un estado de familia, lo ostentan independientemente que esa situación corresponda a una realidad legal o biológica.

En lo que concierne a las vías legales para la determinación de la filiación por procreación natural, se sistematiza y aclara todo su régimen jurídico tan disperso en ocasiones y omiso en otras hasta este momento. (Capítulo II del Título IV).

En materia de adopción, se mantiene como una de las fuentes de filiación reforzando su fundamento que no es otro que el de la protección a la niñez que por cualquier circunstancia se encuentra en situación de desamparo o desatención (artículo 89) y para acceder a la cual solamente se precisa del cumplimiento de los requisitos que se establecen en la ley. Más allá de la precisión de algunos de estos requisitos, el cambio más importante es el llamado a fijar la mirada no desde los ojos de la persona adulta que va a adoptar sino desde la del niño o la niña que pudiera ser adoptado. De tal suerte se protege su derecho a la identidad (artículo 91 incisos a) y b); se incluyen como prohibiciones expresas para adoptar el haber sido sancionado por delitos vinculados a la violencia de género o familiar o contra la indemnidad o libertad sexual o contra la infancia, la juventud y la familia o privados de la responsabilidad parental de sus propios hijos o hijas (artículo 102 incisos c) y d); se habilitan mecanismos más eficientes como la entrega directa al momento del nacimiento del infante sin que con ello se le exija responsabilidad penal a sus progenitores (artículo 99 a) o el mandato de iniciar los procesos de privación de la responsabilidad parental ante el incumplimiento evidente, sistemático y sin causa justificada de su contenido por parte de sus titulares durante 180 días (artículo 192); por mencionar solo algunos de los cambios que han de operar en la conciencia y la práctica de los juzgadores.

En lo que concierne a la responsabilidad parental, más allá de la denominación de la antigua patria potestad, el cambio viene de la mano de la perspectiva desde la cual se va a centrar a partir de ahora; ya no será desde la mirada de los adultos, sino hacia y desde la del hijo o la hija (artículo 136) que busca alejarse de la idea de “poder absoluto” derivado de la potestad romana y estar de conformidad con los principios que la informan a partir de la Convención de los Derechos del Niño.

Los principios que le sirven de pautas de orientación a seguir para llenar de contenido a la institución en su aplicación efectiva y para las decisiones en cada caso concreto por parte de los tribunales, son el respeto al interés superior del niño, niña o adolescente pues la institución se pone a su servicio para su aprovechamiento y beneficio; el de igualdad absoluta de madres y padres en su titularidad y ejercicio mientras no exista contra ellos sentencia alguna que les prohíba tal reconocimiento; y el de respeto a la capacidad y autonomía progresiva del niño, la niña o el adolescente pues su ejercicio demanda tener en cuenta la personalidad e individualidad de éstos y sus propias características físicas, psicológicas, sus aptitudes y nivel de desarrollo personal que incluye el respeto al derecho del niño a ser oído y a que su opinión sea tenida en cuenta según su edad y grado de madurez. Es decir, la responsabilidad parental atiende con preeminencia a la función y la actuación de los padres y madres (artículo 138) en que se involucran derechos, intereses y bienes del hijo o hija, no como subordinación o prolongación de las personas de aquellos, sino como sujeto de derechos autónomo, de acuerdo con su grado de desarrollo y madurez.

Corresponde a los tribunales dirimir todos, reiteramos, todos los conflictos que surjan entre los titulares de la responsabilidad parental, que son únicamente las madres y los padres, con motivo del ejercicio efectivo de esta función (artículo 143) sin posibilidad de negarse a ello con el argumento de que solo corresponden a aquellos las decisiones que afecten a sus hijos; se perfilan las pautas de la representación legal tanto en el orden personal como patrimonial (artículo 139); se amplían y precisan las reglas que rigen el contenido patrimonial de la responsabilidad parental, como la decisión de la pérdida de la administración de los bienes y derechos de las hijas y los hijos. cuando se comprueba la ineptitud de sus padres y madres para administrarlos, o cuando incurran en actos de discriminación y violencia intrafamiliar en cualesquiera de sus manifestaciones (artículo 177); se admite expresamente, aun en caso de desacuerdo de padres y madres, la determinación de la guarda y los cuidados compartidos (artículos del 151 al 153), en armonía con los principios de corresponsabilidad y co-parentalidad; y se prescribe la posibilidad de otorgar la guarda o de establecer regímenes de comunicación, según sea el caso, en favor de quien haya sido sancionado por hechos de discriminación y violencia familiar, o sobre quien existan razones fundadas para suponer que la ejerza aunque el niño o la niña no hayan sido víctimas directas (artículo 155).

Es muy importante apreciar cada realidad familiar, tener a la mano todos los elementos que permitan arribar a la decisión que más se ajuste a las circunstancias que vive esa familia en concreto. No se trata ahora de preferenciar los cuidados compartidos a como dé lugar, sólo cuando existan las condiciones objetivas para ello pudiendo elegir entre las diversas modalidades y alternativas que brinda el Código de las familias entre la alternada o la indistinta que mejor se avenga a esa situación concreta; no se trata de determinar una guarda unilateral basándose en prejuicios, estereotipos y manifestaciones discriminantes hacia alguno de los progenitores que no se basen en conductas concretas de la madre o del padre que puedan lesionar el interés superior de la niña o el niño o adolescente (artículo 168.2); o de establecer regímenes de comunicación que afecten o comprometan la intimidad o la dinámica familiar del padre o la madre guardador/a; ni de desconocer la participación del progenitor no guardador ante la toma de decisiones, de acuerdo, obviamente, al nivel de responsabilidad que asuma sobre las cuestiones relativas a sus hijos en relación con su salud, su educación y el bienestar general de los mismos, y en cuestiones tan cotidianas pero no menos importantes sobre su lugar de residencia o un cambio de domicilio, de centro escolar o cuestiones relativas a su salud. De lo que se trata no es de adoptar por parte de los tribunales la decisión que atienda a la conveniencia o acomodo de los adultos, sino de acuerdo con el muy concreto y nada abstracto interés superior del menor.

En la próxima entrega de Pensar el Derecho, seguiremos reflexionando sobre los retos que impone la vigencia del Código de las Familias a la actuación de los tribunales y de quienes lo componen en su calidad de jueces y juezas.


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