jueves, 28 marzo 2024

Mi 24 de febrero

Mi 24 de febrero es la confluencia de todas estas historias-dice Victor Fowler- y preguntas en una interrogación mayor que engloba tanto a la persona como al país, al país como al planeta, el pasado como al presente-futuro, todo cuanto conozco, hice y deseo.

Sesenta y un años.

Es el tipo (o acumulación) de edad en la cual tienes la garantía de que -al menos al nivel de la ciencia de hoy- avanzo o me adentro hacia el cierre de ciclos. Según el viejo refrán que pide «sembrar un árbol, tener un hijo y escribir un libro», puedo afirmar que lo he cumplido.

Lo anterior implica uno o varios juicios de valor a propósito de lo hecho, vivido, alcanzado o soñado. Desde la perspectiva de la intimidad familiar, puesto que tengo tres hijos, esto significa pensar, imaginar, discutir, construir, imaginar el país que les dejo. Desde el ángulo más propio, de la vida que me tocó vivir, la coincidencia casi especular entre mi edad y la existencia del proceso revolucionario cubano, no puedo sino pensar todas las formas en las que ambas dimensiones se conectan. Esto último, a su vez, arrastra las historias de quienes me preceden: padres, abuelos, tíos, primos, parientes más lejanos.

Por parte de mi padre, cuyos apellidos eran Fowler y Bécquer, la historia del origen se mezcla con leyendas de entrecruzamientos (más o menos ocultos) cuyas raíces se hunden en la institución esclavista del siglo XIX cubano. Por parte de mi madre, quien nació en la villareña ciudad de Trinidad y padece de demencia senil (pero que recuerda con claridad nombres y momentos de su infancia), me tomó por total sorpresa escucharla hablar de su abuelo materno: Don José López Echerri y acotar que «los Echerri eran ricos». ¿Cuánto hay de verdad? ¿Cuánto es leyenda? ¿De qué modo el pasado se interrelaciona con mis padres, conmigo, con mis hijos? 

Mi 24 de febrero es la confluencia de todas estas historias y preguntas en una interrogación mayor que engloba tanto a la persona como al país, al país como al planeta, el pasado como al presente-futuro, todo cuanto conozco, hice y deseo. No establezco distinciones, sino que a la misma vez proceso el espacio/tiempo que me ha tocado vivir como sujeto de un país que fue colonia (de España, en este caso); pero también como negro en un espacio en el cual se continúa luchando contra herencias del tipo de racismo que deja detrás de sí, durante décadas, la institución esclavista. Tampoco olvido que pertenezco al ámbito del subdesarrollo y siento como dolor en cada célula sus consecuencias, que son múltiples y muy duraderas también. La proximidad geográfica, historia político-económica y peculiar relación entre mi país y Estados Unidos se combina en la elección del más radical antimperialismo como la única forma de conservar, para el país, una independencia y soberanía real.

La enorme cantidad de variantes con las que, desde territorio externo, se ha manifestado la voluntad de destrucción del proyecto revolucionario cubano, me ha hecho entender que en modo alguno se trata de la confrontación entre dos aislados países (Estados Unidos y Cuba), sino que ello devela una batalla mucho más estremecedora y violenta entre dos formas de organizar y dar sentido a la vida humana. ¿De qué modo podría olvidar que mi vida entera «cabe» en el interior de esa hostilidad ramificada en la misma medida en la que se ramifican las obediencias a la gran potencia imperial estadounidense? ¿Alguien, que no viva nuestra experiencia, realmente entiende lo que significa encanecer/envejecer sin vivir siquiera un segundo «afuera» del bloqueo?

Es por ello que aprecio, cada vez más, el valor de la memoria, la unidad nacional, la humildad, la capacidad de resistencia, el desprendimiento y la solidaridad; esto, al mismo tiempo que he aprendido que la construcción de mundos nuevos (nada menos que la pretensión de crear ¡una sociedad igualitaria en un pequeño país del subdesarrollo con una vieja historia de economía dependiente!) es tarea dura, difícil, preñada de escollos y errores, decisiones y preguntas desgarradoras. Pero, hasta donde entiendo, para los sectores más pobres e históricamente desposeídos, es la única oportunidad de acceder a la posibilidad de construirse como sujetos descolonizados y seres humanos plenos.

Esa mi elección.

Me habré equivocado en una cantidad de veces que desconozco, pero he tratado de nunca hacerlo con los que menos poseen, de no ser causa de la más diminuta de las heridas que se puedan imaginar a la independencia y soberanía de mi país, y -sobre todo- no hacer la más pequeña cosa que pueda despertar el aplauso de aquellos que sé que son sus enemigos.

Es así, que he amado al país y su gente, sus penas y su pobreza, los esfuerzos por levantar una economía que nos haga prósperos, por distribuir educación y cultura, por ofrecer protección laboral, por repartir de modo justo lo poco existente, el trabajo de sus mentes creativas, artistas, científicos, técnicos, inventores, campesinos, obreros, gente de pueblo.

Me encanta el habla popular cubana y ser de donde soy, muy cerca de Cayo Hueso, barrio al que le debo «alma, corazón y vida» (frase que igual puedo aplicar a esa Trinidad de mis tíos y primos donde quisiera descansar cuando corresponda).

Ahora veo lo que antes no podía ver y numerosos episodios, conversaciones, vivencias, memorias, relatos, contactos con personas de toda extracción, cobran su sentido. Tenía que atravesar todo este tiempo para agradecer, con el orgullo de Nación que ahora lo hago, a los que me rodean. Es un país extraordinario de gente extraordinaria, inmersa en una suma de transformaciones cuyo signo básico es la expansión -desde una pobreza, una resistencia y una inventiva conmovedoras- de la más extendida justicia social, para el país y el mundo.

Descolonial, nacionalista, caribeño, latinoamericanista, tercermundista, afro-eurodescendiente, antimperialista, socialista.

Ese es mi 24 de febrero.


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