Martí, el hombre solar
La madrugada ya se va; los periódicos anuncian que la horca está lista para matar a un hombre en la plaza pública. Hay mucho frío en La Habana. Nace un niño, al que todos llamarían José Julián. El sol es una pequeña criatura en los brazos de Leonor. Es el 28 de enero de 1853.
Desde aquel día, toda su vida es un combate de una familia que enfrenta penurias y dolores.
A los nueve años ve azotar a un negro colgado en un ceibo del monte, y jura lavar con su vida el crimen.
Salta del banco del colegio al banco del presidio. Ya Cuba le entra por las venas y está dispuesto a morir por ella. En las canteras de San Lázaro le despellejan la espalda, el tobillo, la ingle, los ojos, lo muerden con el odio, y no sabe odiar: convierte el amor en el único camino de salvación humana.
Es deportado a Isla de Pinos, luego a España, y da la vuelta al mundo llevando por dentro las cadenas.
Defiende a Cuba con el fuego de su verbo; la ha defendido ya con la sangre de sus llagas. Martí es también un hombre del 10 de Octubre y de la gesta que estalla bajo el grito de una campana.
Escribe para los periódicos de muchos países, porque la escritura es ejercicio ético y pedagógico. Hunde las manos en Nuestra América y revela la fuerza telúrica del hombre natural.
Comprende que hay dos Américas y que el Norte brutal es el mayor peligro para nuestras tierras. Y no es antiestadounidense; ama a Lincoln y teme a Cutting, el aventurero yanqui que azuza la guerra contra México.
Le regala a su hijo un cuadernillo de poemas y, para el alma de Cuba, los Versos Sencillos. Su poesía es un gigante que se levanta para advertir que la justicia no es ajena a la belleza. A los niños entrega una revista, sus páginas quedan abiertas al diálogo de todos los tiempos.
Es el político, el héroe y el artista. Interpreta y pelea dentro de su tiempo, y la utopía de su mensaje siempre se instala en el horizonte de la futuridad.
No solo quiere la independencia de Cuba, sino equilibrar el mundo desde las islas del Caribe, y construir una República moral con todos y para el bien de todos.
No es una frase hecha, es la fórmula del amor triunfante. Todos reciben los brazos abiertos de Cuba, con una condición de fraternidad humana: querer el bien de todos. Esa no es tarea fácil, por eso en Martí no encontraremos la llenura del triunfo, sino eso que llama la Patria como agonía y deber.
Su crítica a la modernidad que cree, excesivamente, en la ciencia como vía de felicidad, y las observaciones a las ideas socialistas, atraviesan los siglos y nos advierten sobre los peligros a la hora de toda redención de los hombres.
Conoce el alma humana, la encuentra fea, pero jamás pierde la fe en lo mejor de los seres humanos.
Prepara una guerra que le resulta dolorosa y necesaria. Solo la unidad puede asegurar la independencia y la justicia. No cae en la trampa de sacrificar la opinión ajena, y nos asegura que «la unidad del pensamiento, no significa la servidumbre de la opinión». Y no deja de comprender que «el pueblo que se divide se mata».
Quiere morir de cara al sol y vive el instante en que Gómez besa las piedras de Playita de Cajobabo. Viene a dar su sangre para que el verso se salve junto a sus manos de artista. Suenan los disparos en Dos Ríos, y la hierba guarda la sagrada semilla.
Cuba necesita a Martí porque su inmensa selva es un canto a la dignidad del hombre, al orgullo de ser cubanos, al respeto a todas las culturas y credos; ecumenismo y pensamiento esférico que respeta a un insecto, al árbol, la vida.
Sus ideas son faroles en la noche más oscura, y si de la selva martiana solo quieres llevarte un pensamiento, siempre encontrarás un mensaje luminoso: «La única ley de autoridad es el amor».
Cuando Leonor carga aquella fría madrugada a su hijo, no sabía que había dado a luz a un hombre solar. Cuba y el mundo lo saben.
No debemos olvidar el misterio de la justicia abrazada a la tierra, donde crecen las palmas.
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