martes, 26 marzo 2024

La oreja peluda de la intolerancia

Quienes crean que somos ajenos a la intolerancia como arma política, que no se engañen, no lo somos; solo hay que ver las campañas de odio desatadas contra la propuesta del nuevo Código de las Familias.

Un oficial de la construcción de una compañía de Carolina del Norte en EE. UU. tuvo la desagradable noticia de que había sido despedido de su trabajo, Aurora Pro Service, porque era ateo.

Los trabajadores de la empresa tienen que participar en sesiones diarias de oración, donde se hacen lecturas bíblicas, se entonan cantos cristianos, y se hacen peticiones laborales a Dios, en particular, para los trabajadores que los jefes consideran que no están rindiendo lo que se requiere. Una forma cuando menos peculiar de atender los asuntos laborales.

El despedido se había negado a participar de las sesiones religiosas, lo que provocó, primero, que le redujeran el salario a la mitad, y luego que lo despidieran.

Ya existía un precedente, otra trabajadora había sido despedida con anterioridad por la misma razón, al manifestar su desagrado con la misma práctica, por su posición agnóstica.

No ha faltado quien defienda las decisiones de despido desde la empresa. «Antes de que alguien venga a trabajar en Aurora, le es comunicado que todas las mañanas realizamos sesiones de rezos. Es obligatorio. En ese momento se le da la opción de aceptar o no el trabajo. Él toma la decisión de aceptarlo, sabiendo en lo que se involucra».

El dueño no se esconde para afirmar que «somos una compañía que alienta rezar y alienta a sus empleados a expresar abiertamente su fe, y disciplinarse los unos a los otros».

Pero el asunto no es anecdótico, y la compañía ciertamente puede sentirse respaldada por el clima de intolerancia religiosa que azota a EE. UU.

En junio de 2022, la Corte Suprema de ese país respaldó a un entrenador deportivo escolar que compulsaba a sus estudiantes a rezar en el terreno. Según la Corte Suprema, eso no violaba la libertad religiosa de los educandos.

La decisión ignoró los reclamos de estudiantes y padres que consideraron que el hábito del entrenador Joe Kennedy, de rezar con sus pupilos después del juego de fútbol americano, creaba una presión injustificada sobre los muchachos a participar de su actividad religiosa. El precedente es aún más peligroso porque se trata de una institución pública y no de una empresa privada.

Un distrito de Missouri, en EE. UU., ha reintroducido los castigos corporales en las escuelas públicas. La práctica es legal en 19 estados del país.

«Si un adulto golpea a otro, se considera legalmente asalto», reflexiona la profesora Elizabeth T. Gershoff, de la Universidad de Texas, pero «cuando es un maestro el que golpea a un niño, esos estados y escuelas nos están diciendo que eso es correcto. Le damos menos protección a los niños que a los adultos».

La legalidad de tales procedimientos fue establecida por la Corte Suprema de Estados Unidos que, en 1977, determinó que castigar físicamente a los estudiantes en las escuelas era constitucional. Ninguna Corte Suprema posterior ha revertido esa decisión.

Esta es la misma Corte que, en este mismo año, 2022, eliminó el derecho constitucional a que las mujeres tuvieran acceso a un aborto seguro.

Desandando un precedente que venía desde 1973, la Corte Suprema de EE. UU. retiró la protección federal al aborto legal, desatando una avalancha de propuestas legislativas y leyes estatales para restringir ese derecho.

Al menos un miembro de esa Corte, el juez Clarence Thomas, ha dejado entrever que no piensan detenerse allí en términos de limitar derechos, y que les están echando el ojo a otras protecciones federales que consideran injustificadas.

El problema con limitar derechos es que, una vez que se escapa el genio de la intolerancia, resulta difícil volverlo a encerrar en la lámpara. Y en el proceso, los que sufren las consecuencias son las personas.

Como afirmó una analista, «hoy te puedes alegrar porque no le otorgaron el derecho a otro que tú considerabas incorrecto, sea matrimonio igualitario, el aborto, u otro; pero mañana vendrán por un derecho que te resulta importante, y entonces querrás la simpatía y el apoyo de quienes ayer le negaste el tuyo».

El asunto se vuelve tan grave, que el medio estadounidense New Lines Magazine no temió en titular un artículo reciente como La guerra norteamericana contra la mujer.

En él se puede leer: «cuando la Corte Suprema de Estados Unidos derogó la defensa federal al derecho al aborto, revirtiendo décadas de cuidado reproductivo, las mujeres alrededor del mundo sintieron la amenaza inmediata a sus opciones personales y bienestar, lo suficientemente cercano como para marchar en las calles y exigir protección de la ola oscurantista de misoginia que parece haber caído sobre la mujer norteamericana».

La intolerancia es un arma política. El expresidente de ese país se refirió a una periodista que le desagradaba por sus posiciones, como un ser que sangraba «por allá abajo».

En un juicio tan publicitado como el de Johnny Deep y Amber Heard, proyectado hasta la saciedad por cuanto medio existe, se tomó, desde una instancia concreta y particular de abuso, como justificación de la derecha más intolerante, para abogar contra los derechos de la mujer y contra los avances que en protección de las mujeres víctimas de la violencia se han alcanzado en diversas sociedades.

La imagen de la mujer independiente, como amenaza vampírica y diabólica contra la sociedad, ha regresado en no poca medida montada en la campaña alrededor del juicio.

Quienes crean que somos ajenos a estos fenómenos, que no se engañen, no lo somos. Solo hay que ver las campañas de odio desatadas contra la propuesta del nuevo Código de las Familias.

Las lógicas detrás de estas siguen los mismos patrones de miedo e intolerancia que vemos en EE. UU.: acusaciones de que el Código –que lo que hace es amparar un rango más amplio de derechos– es un atentado inexistente a la familia; afirmaciones, sin basamento lógico alguno, de que la ampliación del concepto de matrimonio traerá como consecuencia, no solo la destrucción de la familia, sino la homosexualización de la sociedad y la imposición de preferencias sexuales a los niños y adolescentes; falacias que pretenden generar pánico con el repetido absurdo de que la nueva ley desamparará a los hijos, argumento remedo de la infame operación de la cia que condujo, a principios de la Revolución, al envío de miles de niños y niñas a Estados Unidos, separándolos de sus familias; manipulaciones mentirosas para hacer ver que la propuesta del Código desarma a los padres en su función educadora y les elimina la capacidad de imponer la disciplina que toda educación de niños y adolescente requiere.

Los mismos detrás de tales campañas contra la propuesta del Código no se limitan en afirmar, en las redes sociales, que de lograr rechazar la propuesta, van contra el derecho de las mujeres al control natal, a afirmar como única legítima aquel modelo de familia en el cual la mujer debe estar supeditada al hombre, en sumisión incuestionable, entre otras intolerancias.

Décadas de avance en términos de justicia social y emancipadora se ponen en juego.

No hay derecho que sea tan pequeño que no merezca ser defendido. No hay derecho que sea tan insignificante que no merezca la protección legal.

Toda batalla por una sociedad más justa, emancipada e inclusiva, y con mayores derechos, es una batalla por la Revolución. No nos dejemos engañar.


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