jueves, 28 marzo 2024

Callada solemnidad y fuerza viva

En los pechos donde está Martí, renace siempre, con la fuerza vital de la palabra bella, que puso a los hombres de rodillas por su Patria, y la acción que, ante la muerte, les hizo inclinar la frente.

El mausoleo que honra al Apóstol, en Santiago de Cuba, conserva el silencio solemne de la manigua, en las horas que siguieron a su muerte, el 19 de mayo de 1895. Hoy solo es interrumpido por los acordes de la elegía a José Martí, que compusiera el Comandante de la Revolución Juan Almeida Bosque.

Sus restos son custodiados, sin descanso, por una guardia de honor; las flores blancas no faltan; la bandera cubana reposa en su tumba, y el sol cae todo sobre él, a lo largo del día.

Este espacio, uno de los más entrañables del cementerio Santa Ifigenia, a los pies de la Sierra Maestra, honra la vida y obra del más universal de los cubanos, en un silencio que asemeja al relatado por testigos de su muerte, y que historiadores y periodistas han contado por 125 años.

A solo unas horas de la muerte de Martí, «mandaba el silencio. Era como si todo hubiera acabado ahí mismo, como si la guerra no siguiera», recreó el periodista cubano Manuel Lagarde.

El Maestro había llegado a Dos Ríos unos días antes de que las balas alcanzaran su cuerpo. Allí estuvo en campamento mambí, tras jornadas de largas caminatas por el monte. A pesar de la menuda figura, sorprendió a sus compañeros por la destreza con que se desenvolvía en senderos abruptos, cargando su fusil y una mochila con pocas pertenencias.

«Hasta hoy no me he sentido hombre. He vivido avergonzado, y arrastrando la cadena de mi patria, toda mi vida. La divina claridad del alma aligera mi cuerpo. Este reposo y bienestar explican la constancia y el júbilo con que los hombres se ofrecen al sacrificio», contó a sus compañeros de la emigración, en una carta escrita en campaña.

No era tan débil como se pensaba. Era un hombre vivo, que daba un brinco aquí y caía allá. Aguantaba como el que más y veía más que nadie. Era como si uno fuera ciego y el fuera el único que viera, relató Lagarde, al versionar el testimonio del dominicano Marcos del Rosario, amigo de Martí, quien le acompañara en los días de contienda.

Sus compañeros de lucha en la manigua no solo quedaron admirados por su fortaleza, también por su sensibilidad. Cuentan que, cuando se detenía la tropa rumbo a Dos Ríos, pasaba el tiempo en la escritura. Ponía dos o tres palabras sobre una hoja en blanco, y miraba al monte, para luego trazar otras letras en el papel.

A pesar de ser un hombre con grandes dolencias, «se mantuvo atendiendo a los heridos hasta la madrugada, trabajando incesantemente en la organización de la guerra recién nacida, y manteniendo correspondencia con el extranjero, todo en sus escasas horas de descanso», ha dicho el investigador Roberto Pérez Rivero.

El Héroe Nacional murió a orillas del río Contramaestre, entre el zumbido de los plomos del ejército español. «Los disparos dieron en el cuerpo del Maestro, la luz cenital lo bañó, soltó las bridas del corcel, y su cuerpo aflojado fue a yacer sobre la amada tierra cubana. De su revólver, atado al cuello por un cordón, no faltaba ni un cartucho», describió el profesor e historiador Rolando Rodríguez, sobre aquel 19 de mayo.

La descarga de fusiles enmudeció a la manigua. Hoy, la callada solemnidad de aquellos montes prevalece en su losa; pero en los pechos donde está Martí,  renace siempre, con la fuerza vital de la palabra bella, que puso a los hombres de rodillas por su Patria, y la acción que, ante la muerte, les hizo inclinar la frente.


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