jueves, 28 marzo 2024

Amor de patria grande

Separar los versos de aquella dedicatoria de su peregrinar político es como arrancarle, de cuajo, al laurel sus hermosas ramas y pedirle, aun en la humillación de su manquedad, que nos dé sombra, pues Cuba fue siempre, para el Héroe de Dos Ríos, un altar para la veneración, nunca pedestal de egoísmos políticos.

No voy a rememorar hechos de la historia de Cuba relacionados con la vida de Martí, pues pocos desconocerán las causas que lo llevaron al penal a la prematura edad de 16 años, cuando ya había publicado textos, que forman hoy parte inseparable de nuestra cultura literaria de resistencia: el soneto ¡10 de Octubre!, el artículo aparecido en El Diablo Cojuelo O Yara o Madrid, así como el drama Abdala. Y como si los tiempos de aquel entonces volvieran para exigirnos una definición: O Cuba soberana o Cuba factoría yanqui, la palabra martiana regresa febril cubierta con la bandera, sudario de miles de combatientes inmortalizados en la lucha por la redención de los humildes. Importa sí recordar sucesos, que en ese tiempo, condicionaron la aparición de algunos de sus escritos más íntimos. Durante su arresto en la Cárcel Nacional (el canario amarillo que tiene el ojo tan negro), en la que fue encerrado el 21 de octubre de 1869, acusado de infidencia, Pepe Martí, consciente del profundo dolor que estaba provocando en el alma de su madre y demás seres queridos, confiesa a doña Leonor, en carta fechada el 10 de noviembre de ese mismo año: «Mucho siento estar entre rejas; pero de mucho me sirve mi prisión. Bastantes lecciones me ha dado para mi vida, que auguro ha de ser corta y no dejaré de aprovechar».

 Sería bueno reflexionar la razón que parece no asomarse con sencillez en esta epístola adolescente: los motivos de estas declaraciones. Martí no se queja de su situación, bien ha comprendido que se ha trazado el camino más largo a la felicidad, no a la suya, sino a la felicidad mayor: la de todos. ¿Y quién no sabe que las palabras libertad y felicidad cuestan mucho para que apócrifos héroes de pacotilla se adueñen de tan hermosos sentimientos colectivos para satisfacer sus espurios intereses personales signados por el egoísmo y la idolatría a un mundo crecido sobre inmensos océanos de sangre inocente?

Martí no depone su responsabilidad con el martirio en el que ha de sumergir a la familia; está mostrándole más bien su convicción madurada en el colegio de Mendive. Su apego al sentido de la honradez, de la justicia total, del amor patrio cimentado en la insurrección levantada en el Oriente del país, no le deja espacio ni tiempo para detenerse en la arrancada, aturdido por el amor materno, pues una convicción más solar, más de montañas lo empuja: la patria, doliente en el sacrificio de la esclavitud y el oprobio. «La patria necesita sacrificios. Es ara y no pedestal. Se la sirve, pero no se la toma para servirse de ella», señalaría muchos años después en carta a su amigo Ricardo Rodríguez Otero. Advertencia que nos sigue sirviendo de luz orientadora en medio de la oscuridad y el caos que caracterizan al mundo de hoy.

Su espíritu, más elevado que el que exige en su cotidianidad el regazo maternal, está dispuesto ya para sufrir, como el Dios de los humildes, la misión que la vida, en su torbellino y pasión juveniles, le ha adjudicado, porque para eso mismo lo ha elegido.

No obstante la convicción fraguada, cree que tiene el deber de consolar, no solo a la madre afligida sino, igualmente, al padre gruñón, al padre cascarrabias que lo necesita como brazo de apoyo para sacar adelante una familia de mujeres. Martí lo comprende con la lógica de todo padre desesperado que vive aruñando la pobreza. Empero, no podrá plegarse a ese estrecho sentido de la utilidad de ser hombre. A su madre dedicaría una foto hecha en el presidio mismo cuando, forzado al trabajo de las canteras de San Lázaro, se mostraba ante ella como el joven condenado, pero no derrotado. Aceptaba con hidalguía su penitencia con el convencimiento de que saldría a la luz (la luz que alumbra y mata), para seguir adelante la epopeya que ya otros habían iniciado por el este de la isla.

Mírame, madre, y por tu amor no llores: / Si esclavo de mi edad y mis doctrinas, / Tu mártir corazón llené de espinas, / Piensa que nacen entre espinas flores.

Con la ternura del hijo amoroso y compadecido, estos versos no son una plegaria de perdón; son una elegía de consuelo y una delicada advertencia al ser querido que debe preparar su alma para situaciones más complicadas, prepararla para los sobresaltos y la resignación; su camino ha sido trazado y no habrá abjura, no se arrepentirá del sendero configurado en el principio altruista de yo para el bien de los demás; no traicionará a los hombres que lo sustentarán en el largo fragmento de la patria irredenta (jamás comulgaría con los Judas).

Fuera ya de la pestilente calina de las canteras, narraría, con la fuerza del dramaturgo precoz, en su testimonio El presidio político en Cuba, en las entrañas mismas del imperio español, una de las escenas más conmovedoras, que al menos yo he leído en mi larga vida de lector, y supongo, que haya quemado el pecho de los buenos españoles, como la mela en la piel de las ovejas, aquel día en que su padre logró visitarlo en las Canteras: «¡Día amarguísimo aquel! Prendido a aquella masa informe, me miraba con espanto, envolvía a hurtadillas el vendaje, me volvía a mirar, y al fin, estrechando febrilmente la pierna triturada rompió a llorar».

Y no sabría nunca de odios ni de venganzas porque, como él mismo expondría, en su testimonio, las palabras odio y venganza son dos fábulas que, a mala hora, se extendieron por el mundo. Sentimientos que podrían alojarse en un mercenario, pero nunca en el alma de un joven cubano, más revolucionario cuando se yergue sobre los grilletes y las cadenas de la esclavitud. El padre, de espíritu de roca y alas de mariposa, comprendió, más pronto que los demás miembros de la familia, los encontrados sentimientos de amor y dolor de patria que alimentaría la vida del hijo que él había logrado procrear, y lo dejó hacerse.

Ante circunstancias enrarecidas, encubiertas por grupúsculos anticubanos, tras las cuales se mueve un pensamiento impúdico e impío, manipulado por aviesas fuerzas que nacen de despreciables mezquindades geopolíticas, dispuestas a aprovecharse de mentes frágiles unas y amorales y enlodadas en la ignorancia otras, bien nos viene a recordar, con la meridiana estrategia martiana: plan contra plan –perverso este último– la sentencia del Homagno Generoso en Carta al Director de El Avisador Cubano, fechada en Nueva York el 6 de julio de 1885: «Sólo son amigos de la patria los que saben deponer ante ella sus iras y sus tentaciones».

Mucho tiempo después de estos hechos agónicos en la vida del joven Pepe, enviaría este, desde el destierro en España, a su amiga y protectora Trinidad Valdés Amador, un crucifijo como agradecimiento a sus cuidados y con la sutileza de una declaración de fe: «En la cruz murió el hombre en un día: pero se ha de aprender a morir en la cruz todos los días».

Y aun sabiendo que el Apóstol de la Independencia murió en la Cruz de una ceja oscura del monte, el 19 de mayo de 1895, los cubanos lo bajamos del Patibulum, no para esconderlo en una cueva tapiada por una piedra gigante, sino para que desde los montes altos nos siga iluminando. Martí es el hombre político y fraterno; el hombre magnánimo y amante; es el hijo y el padre; el patriota y el ideólogo; el soldado y la causa; es, en resumen, el hombre que ha cargado sobre sus espaldas de poeta el tronco generoso de la Patria, y que nos legó en su accionar mismo la efectividad del diálogo mediador y convocante, de esfuerzos honrados por el bien común, sin arrebatos pasionales ni supremacía de fuerzas.

Separar los versos de aquella dedicatoria de su peregrinar político es como arrancarle, de cuajo, al laurel sus hermosas ramas y pedirle, aun en la humillación de su manquedad, que nos dé sombra, pues Cuba fue siempre, para el Héroe de Dos Ríos, un altar para la veneración, nunca pedestal de egoísmos políticos.


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