jueves, 28 marzo 2024

VALIENTES: Tríptico de una batalla de amor

En las montañas del Escambray el tiempo parece ir más despacio. Lejos del bullicio de la ciudad, ya sea por caminos de tierra, carreteras onduladas, ríos o embalses, todo allí tiene un ritmo distinto. Es una sensación que de pronto uno descubre como necesaria frente a tanto ajetreo cotidiano.

Sin embargo, en medio de montañas, con el verdor llenándolo todo y las nubes más cerca del rostro, también existen historias de héroes anónimos que le ponen nombre a la batalla cubana contra la COVID-19.

Romper el silencio del Hanabanilla

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Algunas casas se encuentran en el borde del lago, para llegar a otras es necesario desembarcar y subir la montaña. Foto: Ramón Barreras/Vanguardia.

El barco espera a orillas del Hanabanilla, el mayor lago artificial entre montañas en Cuba y uno de los embalses más importantes del país. Frente a la inmensidad de la presa, el bote luce como un pequeño punto al que se llega luego de hacer equilibrio sobre una pequeña escalera de madera dispuesta entre cubierta y la tierra firme. Es una experiencia que conoce bien el equipo médico que una vez por semana utiliza la embarcación para llegar a las pocas casas existentes en la ribera del lago.

Desde que el nuevo coronavirus apareció en Villa Clara, el trabajo del grupo integrado por un doctor, una enfermera, una estomatóloga y una trabajadora social luce más intenso. Alrededor del embalse viven 80 personas, pero la lejanía entre ellas y lo difícil del acceso hace más difícil visitarlas en una misma jornada. Son 13 kilómetros cuadrados a 364 metros sobre el nivel del mar.

Aunque jamás esperó iniciar su experiencia laboral aquí, el médico Lisvany Aguilar Rovira trata de chequear la salud de todos en cada periplo. Tiene 25 años y cuando en agosto de 2019 recibió su título universitario imaginó una ubicación más cercana a su casa en Manicaragua. Sin embargo, la comunidad necesitaba un doctor y allá lo enviaron.

“Al principio fue difícil, porque uno nunca espera encontrarse en un sitio como este y me chocó un poco. Afortunadamente también descubrí la belleza del lugar y cuánto necesitan estas personas la presencia de un médico. Aunque estudies mucho uno nunca está preparado hasta que no vive la experiencia.  Ahora voy cada once días a mi casa y descanso tres. Todo marcha bien”, confiesa.

Hanabanilla en Barco

Frente a la inmensidad de la presa, el bote luce como un pequeño punto. Foto: Yunier Sifonte/Cubadebate.

Apenas se navega unos pocos cientos de metros y ya no existe la telefonía celular. Entonces el Hanabanilla es un silencio roto únicamente por el sonido monótono y ahogado del motor del barco, como si fuera un palpitar al centro del embalse. De vez en cuando aparece una casa, un bote en la orilla, una mano que saluda desde un espacio de tierra ganado no se sabe bien si al lago o a la montaña. Al frente solo agua.

“Las personas valoran muchísimo nuestra presencia y nuestra opinión, porque además de revisar su estado de salud y aconsejarlos para enfrentar la COVID-19 también le brindamos la cercanía del consejo. Ellos agradecen mucho que un médico vaya a su casa y les diga qué hacer, sobre todo porque hasta aquí también llegan las noticias falsas y la desinformación. Desde que entras notas la alegría del recibimiento y la hospitalidad propia del cubano”.

La estomatóloga Rachelys Hernández Hernández también tiene 25 años, su título recién colgado en la pared y un miedo al agua que la obliga a sacar fuerzas que nunca pensó tener. “La salud es lo fundamental, así que domino el temor y no dejo de venir a las pesquisas. Lo hago porque soy humana y me importan sus vidas”. Mientras habla sostiene con fuerza la baranda de la embarcación, pero no baja la mirada.

Para quien no conoce el lugar cada recodo es un descubrimiento. Un islote visible solo porque la sequía golpea al embalse; tocororos, jicoteas, un manantial, una cueva. Algunas casas se encuentran en el borde del lago, para llegar a otras es necesario desembarcar y subir la montaña. En viviendas alumbradas gracias a los paneles solares entregados por la Revolución, todavía es evidente la pugna entre lo tradicional y lo moderno.

Trabajadora social en la presa

Lilian Lagoa Serrano (a la izquierda) se encarga de llevar los medicamentos hasta quienes los necesitan. Foto: Ramón Barreras/Vaguardia.

Lilian Lagoa Serrano conoce al dedillo cada ruta. Egresada de la primera graduación de trabajadores sociales, lleva ocho años en la presa y sabe muy bien cuánto puede ayudar en el actual contexto. Para una población con dos ancianos solos y otros 18 adultos mayores, ella lo mismo trae medicamentos que el dinero para los beneficiados a través de la seguridad social.

“Lo importante es cuidar a los más vulnerable, así que desde la presencia de la COVID-19 fortalecimos no solo las pesquisas, sino que también pensamos cómo más podíamos ayudar. Hemos estado hasta tres horas rotos en medio del embalse y uno no puede evitar desesperarse, pero cuando existe amor por el trabajo las cosas surgen desde el corazón”, asegura.

Aun distante de los hospitales o de los centros de aislamiento, este pequeño equipo también pone su dosis de heroísmo en la batalla cubana contra la COVID-19. En una zona tan alejada como esta, cada semana vencen sus propios temores para llevar la salud hasta la vivienda más apartada y asombrar con tanta dedicación por los demás.

Quizás porque uno ha visto cómo trabajan, o porque sabe de primera mano tanto agradecimiento humilde y sincero a lo largo del día, no se percata de un último y simbólico detalle. Casi en el momento de la despedida, cuando ya todos regresan al consultorio y el bote de techo verde gira para anclar, aparece un nombre que resume toda la jornada: el barco que cada semana rompe el silencio del Hanabanilla se llama Ismaelillo.

Dos kilómetros a caballo para pesquisar tres viviendas

Pesquisas a caballo

Darianna Martín tuvo que aprender a montar a caballo para llegar a todas las viviendas. Foto: Yunier Sifonte/Cubadebate.

Cada día Darianna Martín despierta primero que todos en su casa. Un desayuno rápido, el pelo recogido debajo de la gorra, una pequeña mochila y un pantalón que la proteja de espinas y cortadas. Tiene 22 años y desde hace cuatro es trabajadora social en la comunidad El Marino, un pequeño caserío de poco más de 600 habitantes. A las siete de la mañana ya ella está lista para la jornada.

Camina un kilómetro para llegar hasta el poblado. Allí recorre el lugar y visita a ancianos solos, a embarazadas, acompaña a la doctora del consultorio en las pesquisas, recibe las inquietudes de todos. Cualquiera que la ve en esas funciones no la imagina como una muchacha tímida, aunque en realidad ese sea uno de los rasgos que la definen.

El recorrido por el El Marino es solo el inicio de su trabajo. Cuando termina allí deber cabalgar otros dos kilómetros para pesquisar tres casas ubicadas en medio del lomerío. Para otros pudiera significar una tarea sencilla, pero ella no sabía montar hasta hace apenas un mes.

“Parece increíble para alguien nacido en una zona rural, pero le tenía pánico a los caballos. Primero tuve que perderles el miedo y luego aprender a montar para poder hacer la pesquisa. A pie es muy difícil, porque no hay caminos para llegar allá y es necesario atravesar potreros y terrenos difíciles”, explica.

Al principio no resultó fácil, pero Darianna cree poco en los obstáculos. “Pasé algo de trabajo y aun le tengo mi respeto, pero aprendí y aquí estoy. Lo importante es cumplir y ayudar a todos”.

Cuando uno la provoca y le pregunta si no le parece exagerado cabalgar dos kilómetros para llegar hasta tres casas ella no duda ni un instante. “Esas personas también deben recibir atenciones, porque pueden tener cualquier problema, incluso de salud y para eso estamos nosotros”, asegura.

Con un hermano pequeño y un padre diabético en casa, confiesa que siente miedo de contraer la COVID-19. “Cuando regreso de cada recorrido llego directo al baño y no salgo hasta estar totalmente limpia. Mi familia obviamente se preocupa, pero yo soy joven y puedo hacerlo. La lucha contra el virus depende de todos los que puedan dar su aporte y yo soy una de ellas”.

Esa seguridad también se nota en las palabras de Nieskel Domínguez, el activista más joven de la zona. Tiene 18 años y ofreció su ayuda para encargarse de buscar los medicamentos y llevarlos hasta cada vivienda. Desde entonces se ha convertido en un rostro habitual en El Marino.

“Cualquier apoyo es importante en momentos como este. En mi caso me ofrecí porque la juventud nunca se ha quedado detrás y ahora no será la excepción. Muchas personas dependen de esos medicamentos, pero a la vez deben quedarse en casa para evitar contagiarse”.

Pero Nieskel tiene también otra motivación: quiere estudiar medicina. Lo confiesa con el orgullo a flor de piel, como quien siente que los aplausos de cada noche también son para él, como quien sabe cuánto significa ese deseo en días como estos. De momento, va por buen camino.

“Nunca perder la ternura”

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María Cristina es punto de referencia en su comunidad. Foto: Yunier Sifonte/Cubadebate.

Cuando María Cristina Díaz Montalbán habla prefiere hacerlo de pie, como si estuviera a la espera de una señal para comenzar a andar. Tiene 56 años y una personalidad magnética, de volcán a punto de erupción. Ese espíritu inquieto la convierte en punto de referencia en la comunidad Sabino Hernández, un pequeño caserío ubicado casi en los límites entre Villa Clara y Matanzas. Para ella, sin embargo, no existe mayor liderazgo que el otorgado por el trabajo.

No vive precisamente en el Escambray, pero comparte mucho de esa voluntad capaz de movilizarlo todo. Fundadora del movimiento de patios familiares destinados al autoabastecimiento local de alimentos, cederista, federada, sindicalista, secretaria de un núcleo del Partido Comunista de Cuba, pocas actividades escapan a su energía.

“El coronavirus nos debe preocupar, pero también ocupar, y no se le puede coger miedo. Desde que la enfermedad llegó a Cuba enseguida me preparé y junto a las medidas de protección busqué en qué podía ser útil. Aquí todos sabemos lo que nos toca y esa es nuestra manera de combatir”, asegura.

Bodeguera desde los 15 años, a veces parece que el tiempo no le alcanza para todo. Además de atender su tienda y cultivar la tierra, organizó en la comunidad la producción de nasobucos, la entrega de medicamentos a personas vulnerables y el apoyo al personal sanitario. Allí donde ella está no existe espacio para la quietud.

“Los domingos salimos a pesquisar nosotros para que los estudiantes de medicina puedan descansar. Lo hacemos con la calidad más grande del mundo. Además, las bodegueras de la zona se convirtieron también en mensajeras, porque ellas conocen a todos y saben con exactitud quién puede necesitar medicamentos u otros productos”.

Desde el portal muestra un cartón grande lleno de números y marcas. Es el registro de los teléfonos para contactar con los activistas y mensajeros de los Comités de Defensa de la Revolución de la zona, encargados de atender a las embarazadas, a las madres con niños pequeños y a los ancianos solos.

“Tenemos ese sistema montado y hasta ahora nos da resultados. Tengo guardados lo alimentos de quienes ahora se encuentran en centros de aislamiento y cuando cumplan sus 14 días saben que aquí tienen segura su comida. Otras veces voy por las casas y recojo los nasobucos para repartirlos entre quienes tienen menos. Si todos hacemos lo que nos toca podemos vencer al coronavirus”, asegura.

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Además de atender su tienda y cultivar la tierra, organizó en la comunidad la producción de nasobucos, la entrega de medicamentos a personas vulnerables y el apoyo al personal sanitario. Foto: Yunier Sifonte/Cubadebate.

María Cristina tiene un patio amplio, espacioso como todos los de la comunidad. Si uno mira a un lado encuentra crías de conejos, gallinas o codornices. También tiene ciruelas, marañones, limones, plátanos, boniatos. Tanta variedad es una fiesta para los ojos. Para ella significa otra oportunidad para ser útil.

“No puedo tender una cama o barrer la casa mientras conozco de personas que necesitan ayuda. Así que salgo de la tienda, vengo para el patio y recojo alguna cosecha, la monto en la bicicleta y voy para el centro de aislamiento a entregarla. Otras veces traigo una carreta hasta la casa y envío viandas o frutas para el punto de venta del pueblo. A mí me basta con poco y son tiempos de solidaridad”.

Trabaja en tacones y confiesa que no sabe hacerlo sin ellos, lo mismo para vender en la bodega que para alimentar a los cerdos. “Me monto en la bicicleta, con mi pañuelo, mis rolos y mis tacones. Al punto que mi hijo dice que solo me reconoce por ellos”. Es una de sus maneras de conservar la belleza que no debe perderse incluso en tiempos como este.

Aun con el nasobuco que le cubre medio rostro, los ojos de María Cristina tienen esa mezcla de pureza e ímpetu que acompañan a cualquier personalidad telúrica. De esto vamos a salir juntos —dice—, pero hay que entregarlo todo de corazón, sin perder la ternura. Entonces hace una pausa y mira con mayor intensidad, como quien se prepara para un gran momento: “Y eso nos lo enseñó Vilma y Fidel”.


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